Historia de mujeres, historia del Arte.
En el estudio. Marie Bashkirtseff. 1881.
Historia de mujeres. Historia del Arte de Patricia Mayayo es, como bien dice la propia autora en el texto, “una historia de ausencias” porque, aunque muchas creadoras femeninas han sido rescatadas de los fondos de museos, la Historia del Arte, ya sea porque está hilada a través de la hegemonía de maestros y sus “segundones” o por la ausencia de obra, todavía no es un campo neutral. Y es que precisamente de la neutralidad y de lo equitativo es de lo que versa este texto, de la demanda de una Historia del Arte justa con sus artistas, ya sea hombre o mujer e independientemente de su orientación sexual y su raza.
Sin embargo, para llegar a esa conclusión la autora plasmará, a través de un recorrido por las diferentes épocas, las figuras artísticas femeninas más destacadas que fueron ausentes en su momento y que no se redescubrieron hasta la década de los 70 con estudios como los de K. Peterson y J. J.Wilson o la exposición Woman Artists: 1550 – 1950.
Giaele y Sisara. Artemisa Gentileschi
Las mujeres han intervenido en el progreso artístico desde la Antigüedad, tal y como atestigua Plinio el Viejo, ya sea miniando manuscritos como el Beato del Apocalipsis de Gerona o pintando retratos y naturaleza muerta tras la declaración de las artes plásticas como artes liberales. Dicha declaración, a groso modo, no influyó en las mujeres artistas ya que, sin la posibilidad de acceder a las clases de dibujo de desnudo, no tenían acceso a la técnica con la que gestar pintura de historia o mitológica, los grandes géneros, y, por tanto, tampoco a la gloria. Las mujeres artistas, durante muchos siglos, estuvieron sometidas, como explica Mayayo a través del ejemplo de Artemisia Gentileschi, al análisis de sus obras únicamente desde la desexualización o, por el contrario, la hipersexualzación. De hecho, esta máxima continuará a lo largo del tiempo y, tanto Parker y Pollock como Schroder y Battersby, comentan más tarde la teoría del genio, vigente durante el siglo XIX: la de la exclusión; en ella, la genialidad estaba asociada únicamente a la masculinidad. Por tanto, la fabula de las mujeres y el genio estuvo marcada siempre por la renuncia: o renunciaban a su sexualidad o rechazaban la genialidad por seguir siendo mujeres. Todo ello queda muy bien reflejado en la frase de Goncourt: “no hay mujeres geniales; las mujeres geniales son hombres”[1].
Academie Julian. Fotografía tomada a finales del siglo XIX.
Con la llegada del Siglo de las Luces, apareció el que pudo ser el mayor cambio en la formación artística: la Academia y la caída del sistema artesanal de enseñanza; sin embargo, una vez más, las mujeres quedaron fuera de la ecuación: fueron aceptadas pero vetadas en muchos sentidos, marcadas por la “sensibilidad femenina”, que se convirtió en signo de baja calidad, y sus éxitos fueron tratados como milagrosas excepciones. El Romanticismo instauró el ideal del artista genio, melancólico y excéntrico, algo absolutamente incompatible con el concepto burgués de la feminidad, debido a lo cual, la máxima siguió siendo: “la mujer no tiene cabida en el mercado del arte como creadora sino como creación”[2] obligando a las artistas a agruparse en asociaciones y escuelas privadas. Sin embargo, pese a los cuidados que la Academia empleó en mantener fuera de sus murallas de seda a las mujeres para defender el arte con mayúsculas, fue destronada finalmente por las vanguardias.
A lo largo de las siguientes páginas la autora desentrañará los errores en los que, tanto la teoría del arte como los propios estudios feministas, han caído. Uno de los errores emana de la metodología de estudio (tener en cuenta únicamente: autoría, calidad e influencias) y otro ha sido reproducir una historia de excepciones, destacando ciertos nombres y convirtiéndolas en heroínas que han superado, como destaca Greer, “la carrera de obstáculos”. A este nivel de estudio, Greer declara que esos obstáculos están interiorizados por las propias mujeres que, en una sociedad patriarcal, se auto – inferiorizan. Sin embargo, el principal traspié, aclarado por Parker y Pollock, ha sido creer que el trato igualitario llegaría recuperando a las artistas pero sin dinamitar las bases de la Historia del Arte. Debemos entender que la diferenciación entre hombres y mujeres artistas fue algo condicionado por la historia, pero biológicamente denostado y que, por tanto, estamos incurriendo en un error tanto al discernir entre artista femenino y masculino como al defender que la producción de la mujer artista es igual de digna que la masculina porque, como expone C. Duncan, estaríamos estableciendo, de nuevo, lo masculino como lo universal.
Por otro lado, es necesario que entendamos la producción artística de las mujeres, no como una masa homogénea, sino como unas circunstancias concretas y particulares que provocaron una obra totalmente propia. Estas mujeres compartieron un contexto y un ambiente, pero la posición que cada una de ellas asumiera hace que su arte sea tan plural como personas hay en el mundo y, para ilustrarlo, Elliot y Wallace nos muestran 8 conceptos distintos de mujeres artista en las vanguardias, es decir, 8 formas de vida. Esta idea será la que, precisamente, quiere expresar E. Munro en su estudio sobre la genialidad en el que analiza a 40 mujeres que habrían sido dotadas con el gen del talento. Sin embargo, las conclusiones que sacamos de él es que englobar a las mujeres artistas bajo una etiqueta uniforme “supone desdeñar la cualidad más esencial que puede hallarse en la obra de un gran artista: la originalidad”[3].
De hecho, llega un momento en que la originalidad, la individualidad, es lo más valorado; momento en el cual, los valores femeninos y masculinos se invierten. La intuición, la emoción y la imaginación (valores femeninos hasta el momento) pasan a ser la base del genio y, por tanto, de los hombres, y las mujeres adoptan el rol de insensibles artísticamente y extremadamente juiciosas, por lo que carecerían de genialidad.
The dinner party. July Chicago. 1979.
Finalmente aparece uno de los proyectos más interesantes The Dinner Party de J. Chicago, que pretendía reescribir la historia desde la perspectiva femenina, sentando la base en la herencia de las madres, de las antepasadas. Pese a la buena intención de la autora, el estudio del proyecto demostró que, una vez más, era separatista y primaban las vivencias comunes de las mujeres respecto de las diferentes. Esto desencadenó un desengaño generalizado porque, aunque algunas de las mujeres sobre las que asentaba su proyecto eran lesbianas o pertenecían a otras razas, la mayoría de ellas constituían una identidad común. Es decir, el empeño por desarrollar una identidad de género no dejaba ver que era una identidad múltiple, perdiendo por el camino testimonios tan validos como el de las mujeres negras, oprimidas tanto por su género como por su color de piel.
Por tanto, Historias de Mujeres. Historia del Arte de P. Mayayo muestra lucidamente el combate de “la hipervisibilidad de la mujer como objeto de la representación y su invisibilidad persistente como sujeto”[4] como lo primordial en los proyectos y estudios feministas. Sin embargo, no debemos olvidar, como bien aclara la autora a lo largo del texto, que ser mujer es una identidad pero no una identidad común al resto de las féminas, es una identidad compleja que no debe aislarse en el ensalzamiento de su género ya que, de ese modo, solo incurrirá en la misma injusticia contra la que ha estado lidiando: la exclusión; y, además, seguirá manteniendo, inconscientemente, que lo masculino es aquello a lo que se debe aspirar, situándolo en la cima de lo universal.
[1] MAYAYO, Patricia. Historias de Mujeres. Historia del Arte. Cátedra, Madrid, 2003, p.67.
[2] MAYAYO, Patricia. Historias de Mujeres. Historia del Arte. Cátedra, Madrid, 2003, p.42.
[3] MAYAYO, Patricia. Historias de Mujeres. Historia del Arte. Cátedra, Madrid, 2003, p. 65.
[4] MAYAYO, Patricia. Historias de Mujeres. Historia del Arte. Cátedra, Madrid, 2003, p. 21.